miércoles, 3 de marzo de 2010

Día 4


Dear Journal,

Éste es uno de los cuentos de Ray Bradbury que más me tocó en momentos donde no existía nada que me conmoviera. Quiero compartirlo, hacerlo público, para que quizás alguién más sepa leerlo.

The Laurel and Hardy love affair.

Él la llamó Stanley, ella lo llamó Ollie. Ella tenía veinticinco años, él treinta y dos cuando se conocieron en una de esas fiestas donde todos se preguntan que están haciendo allí. Pero nadie se marcha a su casa, por lo tanto todos beben demasiado y mienten sobre lo maravillosa que es la vida.

De hecho, ellos dos estaban rebotando en un bosque de personas sin encontrar la sombra de algún árbol. Sus caminos se cruzaron en el centro exacto de la muchedumbre. Trataron de esquivarse por la izquierda y derecha varias veces, luego se rieron y él, en un impulso, se arregló la corbata en dirección a ella. Sin dejar de sonreír, ella alzó su mano para alisarse el cabello de su rodete, pestañeando como si hubiera recibido un golpe en la cabeza.

“Stan!” gritó él, reconociéndola.

“Ollie!” ella exclamó. “¿Dónde has estado?”

“¿Por qué no haces algo para ayudarme?” preguntó, haciendo gestos con sus manos.

Se agarraron de los brazos, riendo.

“Yo...” ella dijo mientras su rostro se iluminaba aún más. “Yo conozco el lugar indicado a tres kilómetros de aquí, donde Laurel y Hardy en 1932 subieron y bajaron aquél piano por 131 escalones.”

“Bueno,” exclamó en respuesta, “salgamos de aquí entonces!”

La puerta de su coche se cerró, rugiendo el motor. Los Angeles se fundía en el sol de la tarde.

Él estacionó su auto donde ella le indicó.

“No puedo creerlo,” murmuró. “¿Son aquellos escalones?”

“Cada uno de los 131.” Le contestó saliendo del coche. “Ven, Ollie.”

“Muy bien, Stan,” él contestó.

Dirigieron una mirada a la empinada escalera de cemento. La voz de ella estaba maravillosamente calmada.

“Ve y súbela,” le dijo. “Vamos, ve.”

Él comenzó a trepar contando, y en cada escalón su voz tomaba un nivel más de alegría. Estaba perdido en el tiempo para cuando alcanzó el escalón 57.
“Espera!” escuchó que ella le decía desde abajo, “ahí nomás!”. Se mantuvo quieto un momento, luego se giro.

Ella tenía una cámara en sus manos. Cuando él notó aquello, su mano izquierda acomodó instintivamente su corbata removiendo el aire nocturno.

“Ahora yo!” ella exclamó y subió la escalera para entregarle la cámara. Él descendió y se percató donde estaba ella ahora, encogiéndose de hombros y con la cara perpleja de Stan. Apretó el obturador, queriendo vivir ese momento eternamente. Ella volvió lentamente al lugar donde él se encontraba, deteniéndose en su cara.

“Por qué,” le dijo, “estás llorando.” Él observó los ojos de ella que se encontraban casi tan húmedos como los suyos.

“¿En qué lío nos has metido ésta vez?,” le preguntó él.

“Oh, Ollie,” ella contestó.

“Oh, Stan,” dijo. La besó tiernamente. Y luego preguntó: “¿Vamos a estar juntos por siempre?”

“Por siempre,” ella expresó.

Desde aquella hora del crepúsculo en las escaleras, sus días fueron largos y llenos de aquél increíble ensueño que se encuentra en el principio de toda extraordinaria relación amorosa. Sólo desistían de reír para besarse y sólo dejaban de besarse para reír. Fueron a ver películas nuevas y películas viejas, pero sobretodo las películas de Stan y Ollie. Memorizaron las mejores escenas para interpretarlas mientras se desplazaban por las noches de Los Angeles. Ella dejó que su alma se filtrara en él como una fuente, y el la recibía otorgándole su propia alma con satisfacción. Y durante ese año ellos subieron y bajaron los peldaños de la larga escalera por lo menos una vez al mes y festejaron picnics con champaña en la mitad, y descubrieron algo inesperado.

“Creo que son nuestras bocas,” él dijo. “Antes de conocerte, no sabía que tenía una boca. La tuya es la más increíble del mundo y logra hacerme sentir que la mía es increíble también. ¿Realmente te habían besado antes de qué te besara yo?”

“Nunca!”

“A mí tampoco. Haber vivido tanto tiempo sin conocer ninguna boca.”

“Querida boca,” dijo ella, “cállate y bésame.”

Pero antes de que finalizara el primer año, descubrieron algo aún más inesperado. Él trabajaba en una agencia de publicidad que residía en un solo lugar. Ella era la empleada de una agencia de viajes y pronto tendría que trabajar afuera del país. Ambos estaban asombrados de que nunca hubieran considerado aquello antes. Una noche se sentaron para observarse el uno al otro, y débilmente ella dijo, “Adiós.”

“¿Qué?” le preguntó.

“Puedo ver el adiós cerca.”

El reparó en su rostro y no era triste como el de Stan, sino que tenía la tristeza de ella.

“Stan,” le dijo, “nunca me vas a abandonar.” Pero era una pregunta y no una afirmación. Ella se movió inquieta y él parpadeó preguntando, “¿Qué estás haciendo aquí?”

“Es difícil,” le respondió, “estoy arrodillada pidiendo por tu mano. Cásate conmigo, Ollie. Ven conmigo a Francia. Yo pagaré las cuentas mientras tu escribes la gran novela americana.”

“Pero…” dijo él.

“Tienes tu máquina de escribir portátil, una resma de hojas y a mí. Dilo, Ollie, ¿vendrás conmigo?”

“¿Y ver como se va todo al carajo en un año y nos sepultamos para siempre?”

“¿Tienes tanto miedo, Ollie? ¿No tienes confianza en mí o en tí o en algo? Por Dios, ¿Por qué los hombres son tan cobardes? Escucha. Esta es mi primera y última oferta, Ollie. Nunca le he propuesto matrimonio a nadie y no volveré a hacerlo, porque me hace doler las rodillas. ¿Entonces qué decides?”

“¿Acaso hemos tenido esta conversación antes?” preguntó él.

“Una docena de veces, pero parece que nunca escuchas. Eres imposible.”

“No, estoy enamorado y no tengo esperanza.”

“Tienes un minuto para decidir. Sesenta segundos.” Dijo mientras observaba su reloj de muñeca.

“Levántate del suelo,” se sentía avergonzado.

“Si lo hago, caminaré hacia la puerta y me iré,” contestó ella.

“Stan,” se quejó.

“Treinta,” ella ojeó su reloj. “Veinte. Estoy separando una de mis rodillas del suelo. Diez. Comienzo a levanter la otra. Cinco. Uno.” Estaba completamente parada.

“Ahora,” ella dijo, “me encamino a la puerta. Somos personas muy especiales, Ollie, y no creo que vayan a existir otras. Pero debo irme. Ahora,” comenzó a caminar hacia la salida. “Mi mano está en el picaporte y…”

“Y,” dijo él con tranquilidad.

“Estoy llorando,” contestó ella.

Él quiso acercarse pero ella se negó con la cabeza. “No, no lo hagas. Si me tocas volveré a caer. Me marcho. Pero una vez al año iré a nuestras escaleras, sin el piano, a la misma hora de aquella noche que fuimos por primera vez. Y si te encuentras allí te prometo secuestrarte, o tú a mí.”

“Stan,” él dijo.

“Por Dios,” se quejó.

“¿Qué sucede?”

“Esta puerta pesa demasiado. No puedo abrirla.” Respondió entre lágrimas. “Listo. Logré abrirla. Listo” Su llanto se incrementó. “Me fui.” La puerta se cerró.


Por los siguientes tres años él volvió a los escalones cada cuatro de octubre, pero ella nunca se presentó. Y luego lo olvidó por dos años, pero en el sexto año recordó la cita y volvió una tarde y subió la escalera porque divisó algo en la mitad, que resultó ser una botella de champaña con un moño y una nota dejada por algún mensajero. La nota decía: “Ollie, querido Ollie. Recordé la fecha. Pero desde París. La boca no es la misma, pero estoy felizmente casada.
Con amor. Stan.” Y luego de eso no volvió nunca más a visitar aquella escalera.

Viajando por Francia quince años más tarde, mientras recorría los Campos Elíseos al crepúsculo de una tarde con su esposa e hijas, pudo percibir a una hermosa mujer que se acercaba acompañada de un serio hombre y de un muchacho muy atractivo, de unos doce años y con el cabello oscuro.

Cuando se cruzaron, una sonrisa iluminó sus rostros al mismo tiempo.

Él arregló su corbata en dirección a ella.

Ella alisó su cabello.

Ninguno se detuvo. Pero pudo escuchar como ella le decía a su espalda, “¿En que lío nos has metido esta vez!” Añadiendo el antiguo y familiar nombre por el que solía llamarlo en aquellos años de amor. Sus hijas y esposa lo observaron, y una preguntó, “¿Esa mujer te llamó Ollie?”
”¿Qué mujer?” preguntó.

“Papá,” dijo la otra hija mirando fijamente su rostro. “Estás llorando.”

“No.”

“Si, lo estás. ¿No es cierto, mama?”

“Su padre,” dijo la esposa, “como ustedes bien saben, llora cuando ve su agenda telefónica.”

“No,” refutó él. “solo con 131 escalones y un piano. Niñas, recuérdenme que se los muestre algún día.”

Continuaron caminando pero él se detuvo y miró hacia atrás. La mujer también se giro al mismo tiempo.

Quizás él imaginó los labios de ella diciendo, Hasta pronto, Ollie. Quizás realmente sucedió. Sintió que su propia boca se movió en silencio: Hasta pronto, Stan. Y tomaron direcciones opuestas en los Campos Elíseos bajo el sol de un atardecer de octubre.


I´m out.

Dee.